domingo, 17 de mayo de 2015

Siempre te estaré queriendo



Esa fue la última imagen que vi de ella.

Ocurrió después de una llamada telefónica nocturna. Nunca antes había tenido la valentía para desbloquear el teléfono y presionar sobre su número de contacto. Sí se atrevió ella, aquella noche. Y allí me encontraba yo, tendido sobre la cama de mi habitación y con las piernas en alto. Justamente, señalando con ellos hacia arriba; dirección cielo. A partir de ese día viviría con los pies en el aire, pues en el suelo andaba cualquier historia de amor convencional.

Me invitó a pasar la madrugada en su compañía. No dudé yo en la respuesta. Cinco minutos más tarde y ya había abandonado mi casa. Comencé caminando. Seguí con paso ligero. Me cansé, corrí. Me agoté, y floté. Entre la suela de mis zapatillas y el asfalto de la carretera se originaban fuertes impulsos de aire comprimido. Así, las zancadas cada vez eran más largas. En pocos minutos alcancé nuestro punto de encuentro. Ella ya había llegado. Me sorprendió, de nuevo. Habría volado, pensé, para llegar antes que yo. Y así fue, pues me lo confesó una milésima de segundo más tarde como si pudiera leer mi mente. Efectivamente, era capaz de hacerlo. Después de esa última confesión comprendí que ya no podría guardar ni un secreto a su vera. Sentí. La sentí. Lo supe. Le regalaría mi cora…

-Shhhh….- dejó escapar entre sus labios. 

Agarró mi mano; así me daría calor el resto de la noche. Y me enseñó a volar. Aprendí tan rápido que pensé que todo aquello no era más que un truco de magia. No lo cuestioné por encontrarme planeando sobre el sueño de los rascacielos de la ciudad, pero sí debido al hechizo que me impedía retirar la vista de su belleza. Justo en ese instante se le escapó una leve carcajada. 

-No paras de escuchar mi mente - pronuncié.

-No pienses. Solo siente.- respondió.

Percibí el olor del viento, el baile de los insectos de la noche, la música de las olas contra las piedras en la costa, el repiqueteo intermitente de las farolas y los destinos de las luces en los coches bajo nuestros cuerpos. Volar era increíble. Hacerlo junto a ella, indescriptible.

Descendimos dando vueltas en espiral. Planeamos por encima del océano. Rozamos el mar con la yema de nuestros dedos. Palpamos el color azul, y varias criaturas marinas se unieron a nuestro viaje hacia la aventura. Entre delfines, clavé mis ojos sobre los suyos. Vi cómo reflejaba en ellos un brillo hipnotizante. 

Detuvo la marcha y así lo hice yo. Nos encontrábamos flotando sobre el agua cuando, de repente, se acercó hacia mí. Me acarició la cara. Yo, la rodeé con mis brazos. Fundimos nuestras pasiones con un beso. Abrí los ojos, pues quise tatuar el momento en mis pupilas. Mas poco duró el dulce júbilo; el salto prominente de una ballena azul nos recordó que seguíamos encima del mar salado. Su caída provocó una ola de inmensas dimensiones. Bañó nuestros cuerpos, empapó nuestra alma y nos arrastró hasta el borde de una cala. 

Gateé por la arena negra. Respiré hondo, giré mi cuerpo. Volqué mi instinto…pero no la vi. Quise surcar las aguas en busca de su amor, pero había perdido mis capacidades para volar. Corrí hasta la orilla y me zambullí de nuevo en el océano. Mi cabeza comenzó a generar miedos a cada brazada y la incertidumbre que me provocaba el no saber dónde se hallaba transformó en agonía cada uno de mis pensamientos. Una vez más, volvía a pensar. Sentí frío en alta mar. Era inútil. No la encontraría. El pánico me inundó. 

Decidí retroceder y nadé sin contemplaciones. Recosté mi cuerpo sobre la playa y jugué con la arena entre los dedos de mis pies. Recordé cómo había transcurrido aquella noche, sin entender por qué ya no había rastro de ella. Imaginé que se dedicaría al teatro y que todo habría sido fruto de su magnífica interpretación. La mejor, sin duda. Pues me creí los minutos a su lado y percibí su ternura a cada segundo. La rabia quería desprenderse desde el interior de mi cuerpo. Fue la presión que ejercía sobre mi mandíbula quien me lo advirtió.

Dejé la mente en blanco. Estiré los brazos y palpé la arena fría, esta vez con los dedos de mis manos. Soltaba granos en puñados y los volvía a coger. Así hasta que percibí el tacto de un papel. Incorporé mi cuerpo tendido sobre aquella cala y acerqué el folio hasta que observé, gracias a la luz de la luna en el horizonte, que se trataba de una fotografía. La tenía cogida del revés y, en esa cara, se podía leer un mensaje formado con recortes de letras de periódico.

Siempre te estaré queriendo

La giré.

Esa fue la última imagen que vi. Era de ella. Después, desperté en el colchón de mi habitación. Fue entonces cuando me di cuenta de que también podría amarla en los mejores sueños y hasta en las más bonitas de mis pesadillas.

Buenos días.