miércoles, 9 de diciembre de 2015

La bomba que estalla en Canarias



Disfrutaba del verano bajo el sol en las playas de Turquía, hasta que apareció el cuerpo inerte de un pobre niño en la orilla. Para qué negarlo, me conmovió absolutamente, aunque sería la primera muerte que contemplaría. Entonces viajé hasta Siria para percibir la tragedia y, por qué no, intentar cambiar algo. Pero me encontré con el más fuerte de los dolores, la más aguda de las penas, el peor de los terrores y un millar de emociones entre escombros.

Emprendí el rumbo hacia la incertidumbre a la vera de familias totalmente descompuestas ante el desastre. Pasamos hambre, miedo y frío mientras caminábamos por rutas sin horizontes. El mínimo atisbo de esperanza parecía que les llegaba cuando ingresaban en campos de refugiados, mas se desvanecía a las pocas semanas de aislamiento. Sin higiene, dinero ni alimento. Allí conocí a un matrimonio que consideró como solución el volver al infierno sirio, puesto que esas no eran condiciones humanas bajo las que continuar sobreviviendo. Sin embargo, en un país con millones de desplazamientos diarios, entre tinieblas, ¿qué probabilidad existía de que se reunieran con sus seres queridos?

Aprovechaba un periodo de tranquilidad durante el otoño hasta que aterricé en París. Sí, coincidí con la noche de los horrores. Presencié el tiroteo en el bar Le Carrillon, aun sin haber pedido la cuenta. Escuché las explosiones en el Estadio de Francia, mientras François Hollande permanecía en el recinto. Sentí pánico en la sala Bataclan, antes de haber coreado mi tema favorito. Estuve en cada uno de estos sitios, al mismo tiempo. 

Como la fobia que se genera una vez nos ataca la ansiedad, también sufrí yo los días posteriores al atentado. Y pasó que se repitieron varios simulacros, desarticularon un nuevo plan terrorista y se vivió el mayor luto entre tristeza, velas e infinitas lágrimas que derramaban quienes sostenían carteles al grito de “¡No a la guerra!”. No obstante, insuficiente para que el Gobierno francés bombardeara Siria, nuevamente, en busca y captura de vidas yihadistas. Con suerte, el matrimonio que volvía a este país desde el campo de refugiados de Jordania pudo salvar la suya, y la de sus hijos…

Hoy, el invierno congela las calles y nos invita a pensar en frío. Así he comenzado a plantearme yo estos últimos viajes míos. Y fueron los medios de comunicación los que me transportaron a los distintos destinos. He estado en cada lugar sin estarlo; motivo por el cual ahora puedo contarlo. Contar que, como bien dice Pérez Reverte, “es la guerra santa, idiotas”. Un conflicto religioso que se alimenta del combustible que yace en Siria y se extiende como una mancha negra de chapapote, contagiando a indefensos y matando en nombre de Alá. ¡Dios, qué espanto! Y, entretanto, nos hipnotiza Occidente, evitando que mordamos con nuestros dientes su mano, que nos alimenta, ni vertamos en ella el veneno inhumano que nos inyecta disfrazándose de libertad y democracia.

A estas alturas, ¿quién no sabe que fueron los gobiernos desarrollados aquellos que cargaron de armamento a los rebeldes, con el fin de derrocar la dictadura siria y así beneficiarse del petróleo? “Es la guerra santa, idiotas”. Ahora toca, a la anciana Europa, contemplar la matanza religiosa que un día ella también llevó a cabo.

Pero la sociedad sigue suspendiendo en Historia. Pierde memoria, mientras debate si incorporar o no la bandera de Francia en su perfil de Facebook. A estos recordarles que, pese a su respetable decisión, compañeros míos de profesión, periodistas, continuarán muriendo en países en conflicto por difundir la verdad de la información. ¿Por qué se realiza una mayor cobertura por los atentados de París que por otros conflictos como el sirio? Es evidente que la libertad de expresión y el acceso a los datos es muy diferente entre países. Quizá el silencio y la falta de noticias sea la respuesta a la indignación de muchos. El periodismo no se olvida de las tragedias en Oriente. No se olviden tampoco ustedes.

A pocas semanas de Nochevieja, voy resumiendo los balances que han marcado nuestro año. Veo que la preocupación toma tierra en Canarias y escucho a la gente preguntarse si nuestras islas serán blancos de atentados. Desconozco si lo cuestionan por nuestra posición estratégica en el Atlántico, por estar más cerca del continente africano que del europeo o porque se han bañado en nuestras aguas numerosas plataformas petrolíferas. Y, en medio de la inquietud, la policía acordona una calle de la capital grancanaria para explosionar “un paquete sospechoso” la semana pasada y detiene a una joven yihadista en Fuerteventura a principios de esta.

Terror en verano, en otoño y, ahora, en invierno. Pues la bomba estalla en Canarias por Navidad y baña al archipiélago con propaganda política, regalándonos un día de elecciones y la inútil oportunidad de un nuevo gobierno. Solo nos queda esperar y contemplar quién será el siguiente en morir, antes de que llegue la primavera y la falacia del resurgir.