jueves, 19 de diciembre de 2013

Un as en mis infinitas mangas



Escenario, uno. Como la mesa que había perfectamente colocada cerca del acantilado. Sillas, dos. Una frente a la otra. Frío. Laderas tan blancas que se difuminaban en el infinito. Con el cielo. Sabías que había suelo, porque lo pisábamos. Y me senté frente a tu presencia. 

Ignorante. Débil. Tenías miedo y temblaban tus extremidades. Te asustaba la incertidumbre. No serías capaz de adivinar nada. Por eso no lo hiciste, ni apenas intentaste. Nunca lo habías hecho.

Comienza la cinta. Sobre las montañas observas proyecciones de miles de mis momentos. Aquellos que elegí para mostrarte. Esta vez fui calculador, perspicaz, un gran cabrón. Al igual que tú en incontables ocasiones. Y te das cuenta del porqué de esta cita. Piensas, ingenuo, que no te interesa nada de lo que te muestre. Ya es demasiado tarde, no puedes escapar. Eras el invitado especial, y el único. Fue el daño que habías hecho quien te llevó hasta donde te encontrabas. Tus manos y pies se encontraban atados a la silla donde te habías acomodado. Vago. Te asustas, otra vez. Mis peores y mejores vivencias serían el as bajo mi manga. Una de ellas… 

Tus ojos se convirtieron en testigos. Habías causado mucho dolor y ahora te veías indefenso. Un crío sin madre. Un crío, eso, lo que siempre has sido. El sudor recorría tu rostro desde la frente y hasta la barbilla, donde las gotas se precipitaban y caían al lago formado entre tus piernas. Amarillo. 

Las más dolorosas de mis penas, tus horrores. La más intensa de mis alegrías, tu infierno. Al igual que lo que lees en estas líneas. Y entonces se hinchaban las venas de tu cabeza. Dolor en la sien. Ardías por dentro. La boca por la que habías escupido tantos insultos y las manos con las que habías lanzado cientos de dardos envenados sangraban ahora. Temblaste más que nunca. Le diste color y calidez a la habitación. Rojo.

La sangre se filtraba a través de la nieve, espesa. Y yo sin pronunciar ni una sílaba. Te comía por dentro tu odio. Digeriste tu propia medicina. De una vez, en una sola dosis. No podías parar de gritar, desesperado. Comenzaste a llorar, tus lágrimas se unieron a lo que parecía tu fiesta final. Horror. Demonios que susurraban en tus oídos. Tímpanos estallados. Cuerdas vocales desgarradas. Convulsiones. El mayor dolor recorría cada vértebra de tu cuerpo. Y te retorcías. Carabelas sobre espirales formando una ilusión óptica que se acercaba hacia ti. Criptas. Sentiste por última vez, y fue el mayor de los espantos. Te quedaste ciego. Negro. 

Blanco. De nuevo todo en su sitio. Escuchaste la cinta del Super 8 girar, dar vueltas hasta que se paró finalmente. Sentiste alivio. Abriste los ojos y ya no había rastro de la sangre que habías derramado. Levantaste la vista. Observaste entonces que permanecía inmóvil frente a ti, como al principio. Se escapaba de tus conocimientos lo que habías presenciado. Una pesadilla. 

Fue entonces cuando levanté de mi asiento y abandoné el lugar. Un frío recorrió tus piernas cuando cerré la puerta del coche. Bajaste nuevamente la mirada y te diste cuenta de que tus pantalones continuaban mojados. Seguías siendo el mismo crío que se hacía pis en la cama.

Hoy caminas por la calle junto a tu inmadurez. Nunca vas solo. Continúas pensando que el blanco de aquellas colinas representaba tu arte. Libertad. Pureza. En realidad era tu mente y tu vida. Vacías, al igual que ahora. Aquella vez no fui yo quien se sentó contigo a pocos metros del acantilado. No lo sabes, pero tengo un don. Y ahora lees esto. El as, en una de mis infinitas mangas.

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